Eché a correr cuesta abajo, con el riesgo de resbalar y despeñarme por el barranco, y no me detuve hasta alcanzar las primeras casas del pueblo.
Tras una noche de insomnio ―no podía quitarme de la cabeza aquel canto―, regresé al cementerio bajo la luz de la mañana.
Llegué minutos antes de que el funcionario abriera la puerta, que crucé con paso decidido para dirigirme a la zona del cementerio donde había oído la voz.
Las tumbas y lápidas reverberaban con la nieve y la escarcha, que devolvían los rayos de sol con un resplandor fantasmal. Y yo era el único visitante del cementerio a aquella hora.
Me detuve cerca del muro desde el que había escuchado el canto. No había pisadas de ningún tipo en los caminos entre las tumbas, pero podía ser que las hubiera cubierto una suave nevada nocturna. Me disponía ya a salir del pequeño cementerio, cuando algo oscuro sobre una losa me llamó la atención.
Intrigado, me incliné sobre lo que resultó ser un largo guante negro de licra, como el de Gilda en la película. Lo despegué de su lecho de nieve. Desprendía un perfume suave y especiado, lo que significaba que no llevaba mucho tiempo olvidado allí. Como máximo una noche…
Mientras enrollaba el fino guante para guardarlo en mi bolsillo, entendí que pertenecía a quien había cantado la melodía fúnebre.
Recordé aquella voz extraordinariamente fina, como de una niña de coro. Quizás una mujer con tono de soprano había cantado desde el cementerio cerrado. Aquello era más extraño todavía, puesto que yo había sido el primero en entrar en el camposanto y no había encontrado a nadie. Sólo el guante sobre la nieve y un misterio que no alcanzaba a descifrar.
Tendrían que pasar meses para que, con el fin de la nieve, emergiera una respuesta más inquietante aún que el propio enigma. |